Pelear y sobrevivir en el mar a los veinte.-
Tres miradas de juventud, tres experiencias de guerra que, por inabordable que sea el mar como lugar, hallan un rincón.
En el relato del inglés Martin Elstow, un día, el 25 de mayo de 1982, funciona como una etiqueta que devela distintas capas de sentido. Pero no hay convivencia posible entre ellas: su cumpleaños número 22, la vivencia de los ataques aéreos a la fragata Broadword y al destructor Coventry, y la icónica fecha patria de Argentina.
Los otros relatos invocan un crucero “generoso”, “con vida”, un barco “con alma”. Así describen dos ex combatientes argentinos la esencia del ARA General Belgrano, hundido el 2 de mayo de 1982, tras el ataque del submarino británico HMS Conqueror. Entonces, con 323 muertes, los argentinos sufrieron casi la mitad de bajas que ocurrieron en toda la Guerra de Malvinas.
A ese domingo le siguieron las peores escenas:más de treinta horas a bordo de balsas, con temperaturas bajo cero y los coletazos del oleaje. Walter Morales invoca la carencia de aquello más básico: una balsa llena de personas garantizaba calor humano, pero una vacía…
En su relato, los sentidos aparecen torturados, entre el intenso olor a piel quemada, las inclemencias del mar y una balsa caprichosa que cada tanto se da vuelta. Y cuenta:“Más de una vez soñé con el crucero como buque fantasma. Sueño con el mar y amanezco empapado en sudor, no sé por qué”.
El mismo episodio pero en otra balsa conducen a una historia alternativa, la de Juan Carlos Ruviera. Su testimonio rescata los valores de la camaradería y la esperanza. La fe es un horizonte posible, una búsqueda que se fueron trasmitiendo entre compañeros. Para él, las horas a la deriva fueron un espacio parentético plagado de contradicciones. La sensación de tocar los límites de la vida mientras escuchaba, en boca del mar, un mensaje claro: “Ahora los voy a dejar descansar”.
Martin Elstow
Ametralladora antiaérea, HMS Broadsword
«Cumplí 22 años durante la guerra, el 25 de mayo, el día de la fiesta patria argentina. Estaba a bordo del buque Broadsword, acompañado por el Coventry. Al norte de la isla Pebble nos atacaron dos oleadas de aviones Skyhawks. La primera nos impactó en el costado del buque y la cubierta de despegue. Más tarde, otra oleada atacó el Coventry, que se hundió. Se perdieron 19 vidas, creo. El día en que cumplía 22 años debí rescatar 37 sobrevivientes y 5 muertos.
«Los tripulantes del Coventry tenían quemaduras tan terribles que no sabía cómo agarrarlos. Estaban destrozados, con la piel como jirones y gritaban de manera desgarradora. Otros estaban inconscientes. Me preguntaba: “¿Cómo te voy a subir al bote?” Tras recoger a los sobrevivientes volví al barco. Otro tipo, Jumper Collins, también cumplía años. Me miró y dijo “qué cumpleaños”. Prometimos nunca celebrar nuestro nacimiento ese día, el 25 de mayo».
Walter Morales
Conscripto, ARA General Belgrano
«Tenía 20 años y me faltaban quince días para irme de baja cuando el Belgrano fue hundido. Fui de los primeros en abandonar el barco. Estaba en la balsa 4, así que alcancé a ver toda la escena: unos saltando del barco, otros en el agua, haciendo gestos para que alquien los ayudara. Y los sonidos, como una ruptura de acero adentro del barco; cadenas y cosas que se desparramaban. Pero la gente no gritaba. Sin pánico, se hablaban unos a otros y daban indicaciones.
«El Belgrano no fue sólo una masa de acero, un buque de guerra: fue una persona más. Tuvo alma. Cuando entró el primer torpedo se expandieron muchas bolas de fuego. Fue un milagro que no explotaran ni el combustible ni las municiones. Nos dio tiempo a salir y hasta sacamos a los que estaban en enfermería. Tuvimos suerte de que el petróleo junto al barco no se prendiera fuego y que no explotara la famosa Santa Bárbara, donde estaban las municiones.
«Estuvimos 36 horas en el mar, mojados de la cintura para abajo, arrodillados o abrazados a las rodillas, en posición fetal. Nos orinamos encima para darnos calor. También, adentro de las bolsas de supervivencia, para que hicieran las veces de bolsas de agua caliente que poníamos entre las personas que más sufrían el frío. Compartimos cada ración. Sentimos el olor a piel quemada de los heridos. Algunas balsas tenían 30 personas, pero otras sólo tres. En esas, con el viento y la temperatura que había, se perdieron muchas vidas. Entre ellas, la de mi mejor amigo.
«A veces había largos silencios. En esas 36 horas nos mantuvimos despiertos unos a otros para hacer guardia y señales con las bengalas y luces. Las primeras 24 horas fueron las peores y más graves. De golpe venía una ola de 6 a 8 metros de altura, vientos de 120 kilómetros por hora.
«Nos pasaba que de vez en cuando la balsa se daba vuelta, con una sensación térmica debajo de cero. Entonces nos quedábamos con lo que era la base de la balsa de techo, y el techo como base. Teníamos que resurgir, ponernos todos sobre un costado y tirar de una piola que había adentro de la balsa para que se volviera a girar completamente y retornara a la posición normal. Me acuerdo que había una pequeña luz intermitente, que se apagaba y prendía en el contacto del agua. Parpadeaba de acuerdo al movimiento de las olas.
«Los oleajes que caían sobre el techo de la balsa nos empujaban hacia abajo. Parecía que se te venía un departamento encima. El agua se filtraba por las puertas. Había una ventanita con un cierre relámpago y un velcro… cada dos por tres abríamos las ventanitas para hacer señales con las bengalas, pero cuando se nos empezaban a congelar las manos, las cerrábamos.
«Cada vez que la balsa se daba vuelta nos sacudíamos como si estuviéramos adentro de un lavarropas. De golpe se calmaba y al rato otro sacudón, y pensabas: “¿Cuánto más soportará esta balsa? ¿Aguantará los vientos? ¿Aguantará estas presiones del agua? ¿Se rajará? ¿Se desinflará? ¿Aguantará venticuatro horas? ¿Más de treinta? ¿Más de cincuenta?” A las 4 de la tarde, el cielo estaba prácticamente oscuro. Nunca sabíamos si era de día o de noche.
«Tuve una sensación a lo largo de las 36 horas. A pesar del oleaje y el viento, yo hice mi silencio. Le rezaba a Dios, pensaba en mi familia. Se me cruzaban muchas imágenes por la cabeza, como la cara de mi abuelo, que había fallecido dos años antes. Pensar en él me dio la fuerza que necesitaba para salvarme.
«Teníamos un compañero muy herido y siempre lo hacíamos hablar para saber que estaba bien. Estaba muy grave y lamentablemente ocurrió: nos dormimos un rato y no lo escuchamos quejarse o pedir agua. Entonces supimos que ya era tarde. Nosotros éramos 12, y decidimos unánimemente quedarnos con su cuerpo en la balsa. Lo seguimos cuidando como si estuviera vivo. Hoy, la familia tiene donde dejarle una flor en el continente. Esto fue muy importante. Veinte años después conocí a su hija y le conté sobre el padre.
«Más de una vez soñé con el crucero como buque fantasma. Sueño con el mar y amanezco empapado en sudor, no sé por qué. Quienes pasan por la zona deben sentir un clima distinto, algo que no se puede explicar».
Juan Carlos Ruviera
Conscripto, ARA General Belgrano
«Mi balsa estaba en la popa y al tirarla se pinchó. Entonces, la mitad de nosotros fue a otra balsa, y la segunda mitad, a un bote de goma. Tratábamos de alejarnos del buque porque se estaba yendo a pique, y como no podíamos poner en marcha el motor fuera de borda (tal vez por la desesperación), usamos las manos como remos. Uno saca fuerzas no sé de dónde.
«Cuando por fin llegamos a una balsa, nos tiramos adentro y vimos el hundimiento del buque. No estábamos tan lejos, así que pudimos ver cómo el buque, mansamente, se iba acostando. Y así se fue de la superficie marina, sin llevarse ninguna balsa.
«El crucero fue muy generoso con nosotros porque si bien algunas balsas estaban cerca, con serio peligro de ser tiradas hacia abajo, no se llevó ninguna. Y mientras se hundía, se escuchaban ruidos, creo que de las calderas que explotaban. Ese fue el último adiós que nos dio.
«Desde entonces, cada 2 de mayo revivo escenas y pienso que me gustaría poder volver a escuchar esos ruidos, que fueron como un último gemido. De alguna manera, ahí están los compañeros que se fueron, y la sensación es que uno se quiere despedir… Así como se fueron ellos, bien podría haber sido cualquiera de los 770 que estamos vivos.
«Había una gran camaradería entre todos, tanto en la parte de arriba como en la de abajo del buque. Éramos como una sola persona. No había distinción de grados porque sabíamos que teníamos que ser uno para el otro. Nos cuidábamos mutuamente.
«Por ejemplo, en la balsa llevábamos a una persona quemada. Este hombre lo único que hacía era pedirnos agua y abrazarnos. Y también me acuerdo de que yo tenía de compañero a un cabo segundo, Vázquez era su apellido, con quien nos hacíamos caricias cara contra cara porque la barba nos raspaba y eso nos daba algo de calor. No sé si realmente daría resultado, si ésa era una forma posible de hacer circular mejor la sangre, pero a nosotros en esos momentos nos hacía bien.
«El lunes 3 de mayo, cerca de las tres y media o cuatro de la tarde, el cabo primero Rivas agarró la Biblia y la empezó a leer. En ese momento, todos empezamos a rezar, suplicando que viniera la calma. Pensábamos que ya no había posibilidad de sobrevivir porque no teníamos manera de emitir señales. Y que este cabo primero decidiera por su cuenta empezar a rezar fue como darnos una misa de cuerpo presente. De verdad nos estábamos despidiendo.
«Pasamos 33 horas a bordo de esa balsa. El mar nos llevó a momentos límite, pero al mismo tiempo también nos dio una pausa, como si nos estuviera diciendo “ahora los voy a dejar descansar”.
«Al mar lo recuerdo con mucho respeto porque si bien nos jugó una mala pasada, hay que decir que nos dejó sobrevivir. El mar nos desafió y nos dio una lección de vida.
«Haber sobrevivido es un peso muy grande, una carga muy pesada en el recuerdo y en el dolor. Ser sobreviviente del crucero General Belgrano significa, para mí, haber entrado en una historia en la que me hubiera gustado no entrar».
Fuente: Clarín 2–04-2017